Una mañana, cuando era niño, estaba
sentado en la cocina, mirando a mi mamá que preparaba el desayuno. De pronto,
la grasa de la sartén donde freía la panceta se prendió fuego. Las llamas
subieron por el aire, y mi madre corrió a la despensa a buscar un paquete de
harina para arrojarlo sobre el incendio.
«¡Socorro!», grité. Y después, agregué:
«¡Ay, ojalá fuera la hora de orar!». Es probable que «es hora de orar» haya
sido una expresión frecuente en la familia, y yo la interpreté literalmente
como que solo podíamos hacerlo en determinados horarios.
Desde luego que la hora de orar es en
cualquier momento; en especial, cuando estamos en crisis. El miedo, la
preocupación, la ansiedad y la aflicción son las ocasiones más comunes para
hablar con Dios. Por naturaleza, recurrimos a la oración cuando nos sentimos
desolados, abandonados y despojados de todo recurso humano. Clamamos con las
palabras de David: «… apresúrate, oh Dios, a socorrerme» (Salmo 70:1).
John Cassian, un creyente del siglo v,
escribió lo siguiente: «Este es el clamor aterrorizado de alguien que ve la
trampa del enemigo, el grito de una persona asediada de día y de noche, que
exclama que no puede escapar a menos que su Protector acuda a rescatarla».
Que esta sea nuestra simple oración en
cada crisis y durante todo el día: «¡Socorro, Señor!».
Siempre hay un lugar y un momento para orar. (RBC)