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Desear placer no está mal. Dios lo ha incorporado en nuestro ser. Pablo nos recuerda que el Señor «nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos» (1 Timoteo 6:17). Otros pasajes nos invitan a disfrutar de los saludables placeres de la comida, de los amigos y de la intimidad de una relación matrimonial. Pero pensar que podemos encontrar placer duradero en las personas y en las cosas es, en definitiva, una búsqueda insatisfactoria.
El placer supremo no se halla en las emociones efímeras que ofrece este mundo, sino en el gozo perdurable de una intimidad cada vez más profunda con nuestro Señor. El rey Salomón aprendió esta verdad por la fuerza. «No […] aparté mi corazón de placer alguno…», admitió (Eclesiastés 2:10). Pero después de su enloquecida búsqueda de placer, concluyó: «… todo era vanidad y aflicción de espíritu…» (v. 11). Con razón advirtió: «El que ama el vino y los ungüentos no se enriquecerá» (Proverbios 21:17).
Aquello que realmente buscamos solo será satisfecho en una relación apropiada y creciente con Dios. ¡Búscalo a Él y saborea Sus deleites!
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¿Vivimos para darnos todos los gustos o para complacer a nuestro Padre celestial? (RBC)