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Los israelitas podrían haber aplicado este
consejo cuando Moisés los sacó de Egipto. A los pocos días de su liberación
milagrosa, estaban quejándose (Éxodo 16:2). Aunque su necesidad
de alimentos era legítima, no así su manera de expresarla (v. 3).
Siempre que hablamos motivados por miedo,
enojo, ignorancia u orgullo, aunque estemos diciendo la verdad, los que
escuchan oyen algo más que nuestras palabras. Perciben emociones, pero no saben
si estas nacen del amor y el interés o del desprecio y la falta de respeto.
Entonces, corremos el riesgo de ser malinterpretados. Si nos escuchamos antes
de hablar en voz alta, podemos juzgar nuestro corazón antes de que nuestras
palabras descuidadas dañen a los demás o entristezcan a Dios.
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Las palabras dichas
precipitadamente hacen más daño que bien. (RBC)
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