Hay una antigua canción que
ocasionalmente recuerdo. Sus palabras
dan testimonio de la paz que Jesús da con tanta generosidad: ¡Yo tengo paz, paz, paz, paz en mi
corazón…!
Sin embargo, a esta bien intencionada
canción le falta algo. Es cierto que la paz de Dios es un regalo que
disfrutamos de corazón cuando tenemos comunión con Él y estamos en Su presencia
(Juan 14:27; 16:33). Pero el Señor jamás pretendió que guardáramos toda esa paz
únicamente en nuestro interior. La paz es una dádiva que debemos compartir con
quienes nos rodean. Como creyentes, debería caracterizar nuestras relaciones
interpersonales y el entorno de nuestras iglesias.
En Su Sermón del Monte, Jesús dijo: «Bienaventurados
los pacificadores…» (Mateo 5:9), lo cual indica que debemos intencionalmente
incorporar la paz en todas las interacciones. Por nuestra tendencia a ser
problemáticos en lugar de pacificadores, este consejo es importante. Entonces,
¿en qué consiste hacer la paz? Los pacificadores son los que ponen la otra
mejilla (v. 39), los que recorren la segunda milla (v. 41) y los que aman a sus
enemigos y oran por quienes los persiguen (v. 44).
¿Por qué debemos hacer esto? Porque el
Señor es pacificador, y, cuando nosotros procuramos la paz, somos «llamados
hijos de Dios» (v. 9). Ser pacificador es un rasgo de familia.