Haroldo, Catalina y sus dos hijos estaban en
una zona boscosa de Minnesota cuando un tornado tocó tierra. Varios años
después, ella me contó su experiencia:
«Mi esposo y mi hijo mayor se habían alejado
un poco, pero el menor y yo nos refugiamos en una cabaña. Oímos un ruido
semejante al de cien vagones de tren que se acercaban e, instintivamente, no
tiramos al suelo doblados como un bollo. La cabaña empezó a derrumbarse y cerré
los ojos para protegerlos de los escombros que volaban. Sentí como si hubiese
estado subiendo en un ascensor y, después, que me disparaban hacia el cielo.
Aterricé en un lago y me colgué de unos desechos para mantenerme a flote».
No obstante, su hijo menor lamentablemente no
sobrevivió. Haroldo declaró en cuanto a su pérdida: «Lloramos todos los días
durante seis semanas, pero estamos convencidos de que la bondadosa soberanía de
Dios permitió que ese tornado tocara tierra donde estábamos. Además, nos
consuela saber que nuestro hijo conocía al Señor como Salvador».
Cuando un ser querido muere y nosotros
quedamos, es posible que surja toda clase de interrogantes. En momentos así,
Romanos 8:28 puede brindar muchísimo ánimo: «Y sabemos que a los que aman a
Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su
propósito son llamados». La confianza de esta pareja en la bondadosa soberanía
de Dios los consoló en medio de su dolor (2 Corintios 1:3-4).
Nuestro mayor
consuelo en la angustia es saber que Dios tiene el control. (RBC)