Esa declaración me hizo pensar en la relación
entre el amor y el conocimiento. Cuando amamos algo, queremos saber todo sobre
ese objeto. Si amamos un lugar, deseamos explorar cada centímetro. Cuando
amamos a una persona, queremos saber todos los detalles de su vida: qué le
gusta, en qué ocupa su tiempo, dónde creció, quiénes son sus amigos, en qué
cree. La lista es interminable. Sin embargo, algunos queremos que los demás nos
amen sin permitir que nos conozcan. Tenemos miedo de que, si nos conocen
realmente, no querrán amarnos.
No debemos preocuparnos de esto en lo que
respecta a Dios. Su amor es ilimitadamente superior al nuestro: «Mas Dios
muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió
por nosotros» (Romanos 5:8). Y es más, Él mismo se nos da a conocer. A través
de la creación, de las Escrituras y de Jesucristo, Dios revela su carácter y su
amor. Como nos ama a pesar de nuestras imperfecciones, podemos confesarle
nuestras faltas confiadamente. Con Dios, no es necesario temer que se sepa cómo
somos. Por esta razón, conocer a Dios es amarlo.
No hay mayor gozo que
saber que Dios nos ama. (RBC)