Durante un viaje de servicio misionero,
un grupo de estudiantes de secundaria visitó un orfanato, tras lo cual, uno de
los alumnos estaba visiblemente perturbado. Le preguntamos la razón, y nos dijo
que le traía a la mente su propia situación de diez años antes.
Este joven había vivido en un orfanato
en otro país, y contó que recordaba que la gente iba a visitarlo a él y a sus
amigos (tal como estos jóvenes lo hacían), y que después, se iban.
Ocasionalmente, alguien volvía y adoptaba un niño. Pero cada vez que no lo
llevaban a él, se preguntaba: ¿Qué tengo de malo?
Tras la visita de aquellos jóvenes al
orfanato, y su posterior partida, sus viejos sentimientos regresaron a su
mente. Entonces, sus compañeros oraron por él y agradecieron a Dios que, un
día, una mujer (su nueva madre) apareció y lo escogió como hijo suyo. Fue la
celebración de un acto de amor que le brindó esperanza a un muchachito.
En todo el mundo, hay niños que
necesitan saber que Dios los ama (Mateo 18:4-5; Marcos 10:13-16; Santiago
1:27). Sin duda, no todos podemos adoptar o visitar a estos niños, y está claro
que no se espera que lo hagamos. Pero sí hay algo que todos podemos hacer:
sostener, animar, enseñar, orar. Cuando amamos a los niños del mundo, honramos
a nuestro Padre que nos adoptó en su familia (Gálatas 4:4-7).