Lo que más recuerdo de Harry, aparte de su
extraña habilidad para pescar esas inmensas truchas del lago, es su perro:
Dingo. ¡Ese sí que era un perro! Dingo solía sentarse al lado de su amo en el
bote y observaba fijamente mientras él pescaba. Cuando el viejo pescador
enganchaba una trucha, Dingo ladraba furiosamente hasta que el pez se atrapaba
con una red y, después, era liberado.
El entusiasmo de Dingo me enseñó algo: Es
mejor entusiasmarse con lo que hacen los demás que con lo que uno hace.
Así que, cuando leo Filipenses 2:4 y pienso
en Dingo, me pregunto: ¿Dedico tiempo a pensar en «lo de los otros»? ¿Me
entusiasmo con lo que Dios está haciendo en y a través de un amigo como lo hago
con lo que hace en y a través de mí? ¿Anhelo ver a otros crecer en la gracia y
triunfar, aunque quizá hayan prosperado como resultado de mis esfuerzos?
Esta es la medida de la grandeza, porque
somos más semejantes a Dios cuando nuestros pensamientos sobre nosotros mismos
se pierden en medio de las reflexiones sobre los demás. Pablo lo expresó mejor,
al decir: «… estimando cada uno a los demás como superiores a [uno] mismo»
(2:3). ¿Vivimos de este modo?
Una vida que
satisface es aquella que está llena de amor al Señor y a los demás. (RBC)