Uno de los primeros juegos entre padres
e hijos es una especie de susto falso. El padre esconde la cara detrás de las
manos y, de pronto, se descubre y dice: «¡Acá está…!». El niño se ríe ante la
sonsera.
La diversión de este juego se termina
el día que el niño se asusta de verdad. Entonces, ya no es asunto de risa. El
primer susto real suele estar relacionado con separarse de los padres.
Inocentemente, el niño va de un lado a otro tras cosas que lo atraen, hasta que
se aleja. Pero cuando se da cuenta de que está perdido, entra en pánico y grita
pidiendo ayuda. De inmediato, los padres salen corriendo para que el niño sepa
que no está solo.
Cuando crecemos, nuestros sustos falsos
se vuelven sofisticados: libros de terror, películas, juegos en parques de
diversiones. Tener miedo es tan estimulante que quizá comenzamos a tomar
mayores riesgos para que la emoción aumente.
Sin embargo, cuando aparece algo
realmente atemorizante, tal vez nos damos cuenta de que, como los israelitas
(Isaías 30), nos hemos alejado de Aquel que nos ama y se preocupa por nosotros.
Ante el peligro, entramos en pánico. Nuestro pedido de ayuda no requiere
palabras sofisticadas ni una defensa justificada, sino un clamor de
desesperación.
Como un padre amoroso, Dios responde
rápidamente porque anhela que vivamos bajo la protección de su amor, donde
nunca hay motivo para tener miedo.