Pienso en el ejemplo del Hermano Lorenzo, que
pasó muchos años trabajando en una cocina, lavando ollas y sartenes, y
reparando las sandalias de otros monjes. Escribió: «Cada vez que podía, me
ponía delante de Él para adorarlo y fijaba mi mente en su santa presencia».
Nosotros debemos hacer lo mismo, pero lo
olvidamos. Por eso, a veces, necesitamos tener cosas que nos recuerden su
presencia. En un estante frente a mi escritorio, puse un viejo clavo hecho a
mano que me recuerda que el Cristo crucificado y resucitado está siempre
presente. Debemos acordarnos de poner al Señor «siempre delante de [nosotros]»
(Salmo 16:8), saber que está con nosotros «todos los días, hasta el fin del mundo»
(Mateo 28:20) y que «ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros» (Hechos
17:27).
Recordar puede ser algo tan sencillo como
pensar que el Señor ha prometido estar contigo todo el día; y entonces,
decirle: «buenos días», «gracias», «¡ayúdame!» o «te amo».
Nadie puede acercarse
a Dios más de lo que Él ya lo ha hecho hacia esa persona. (RBC)