Este joven había vivido en un orfanato en
otro país, y contó que recordaba que la gente iba a visitarlo a él y a sus
amigos (tal como estos jóvenes lo hacían), y que después, se iban.
Ocasionalmente, alguien volvía y adoptaba un niño. Pero cada vez que no lo
llevaban a él, se preguntaba: ¿Qué tengo de malo?
Tras la visita de aquellos jóvenes al
orfanato, y su posterior partida, sus viejos sentimientos regresaron a su
mente. Entonces, sus compañeros oraron por él y agradecieron a Dios que, un
día, una mujer (su nueva madre) apareció y lo escogió como hijo suyo. Fue la
celebración de un acto de amor que le brindó esperanza a un muchachito.
En todo el mundo, hay niños que necesitan
saber que Dios los ama (Mateo 18:4-5; Marcos 10:13-16; Santiago 1:27). Sin
duda, no todos podemos adoptar o visitar a estos niños, y está claro que no se
espera que lo hagamos. Pero sí hay algo que todos podemos hacer: sostener,
animar, enseñar, orar. Cuando amamos a los niños del mundo, honramos a nuestro
Padre que nos adoptó en su familia (Gálatas 4:4-7).