En
1733, una epidemia de viruela arrasó aquel país, tras lo cual murieron dos
tercios de la población inuit e incluso la esposa de Egede. Este sufrimiento
compartido ablandó la actitud áspera del misionero, y este empezó a trabajar
incansablemente para ocuparse del bienestar físico y espiritual de aquellas
personas. Como su vida empezó a representar mejor las historias que les
relataba sobre el amor de Dios, los inuit finalmente pudieron darse cuenta de
que él también deseaba amarlos. Aun en el sufrimiento, sus corazones se
volvieron a Dios.
Quizá
seas como los inuit de esta historia y no puedas ver al Señor en las personas
que te rodean. O tal vez seas como Hans Egede, que le costaba mucho expresar
amor de una manera que les enseñara a las personas sobre Dios. Como el Señor
sabía que somos débiles y necesitados, nos mostró cómo es el amor: envió a su
Hijo Jesucristo a morir por nuestros pecados (Juan 3:16). De tal manera nos ama
Dios a ti y a mí.
Jesús
es el ejemplo perfecto del amor descrito en 1 Corintios 13. Al mirarlo a Él,
descubrimos que somos amados y, a su vez, aprendemos a amar a los demás.
Que nunca sea yo una barrera que impida
que los demás vean a Dios. (RBC)