La vida está llena de cosas agradables; pero,
tal como sucede con un festín de esos dulces, lo bueno se termina pronto. Aun
lo mejor de las cosas buenas puede dejarnos una sensación de vacío e, incluso,
de remordimiento. Por eso, me llama la atención cuando el salmista declara: «Oh
alma mía, dijiste al Señor: tú eres mi Señor; no hay para mí bien fuera de ti»
(Salmo 16:2). Todos sabemos que Dios es bueno, pero ¿cuándo fue la última vez
que nos aferramos a Él como el bien más preciado de la vida?
El salmista explica hasta qué punto el Señor
es bueno: es nuestro guardador (v. 1), nuestro máximo benefactor (v. 2),
nuestro consejero y maestro (v. 7), y el que nos muestra «la senda de la vida»
y nos llena de gozo en su presencia (v. 11). ¡Esto sí es lo que yo llamo bueno!
Lamentablemente, con suma frecuencia
permitimos que «bienes» menores eclipsen la aceptación de la bondad eterna de
Dios en nuestra vida. La naturaleza efímera de los beneficios de menor
importancia desaparecerá con el tiempo; no tengas dudas de que así será. ¡Solo
Dios es verdaderamente bueno! Además, dispone en abundancia de todo lo que
necesitas.
Solo Dios es bueno.
No te conformes con menos. (RBC)