“Hace años, mientras mi esposo y yo
visitábamos el Museo Smithsoniano del Aire y el Espacio, en Washington, Estados
Unidos, vimos que había un cochecito de bebé sin nadie cerca. Supusimos que los
padres lo habían dejado allí y que estaban acarreando a su hijo en brazos,
pero, cuando nos acercamos, había un bebé durmiendo. ¿Dónde estaban los padres…
algún hermano… una niñera? Nos quedamos allí un rato antes de llamar a un
empleado del museo. ¡Nadie aparecía para reclamar al precioso niño! La última
vez que lo vimos, estaban llevándolo en su cochecito a un lugar seguro (C.H.C.–
escritora americana).”
Esa experiencia me hizo pensar en cómo
será sentirse abandonado. Es una sensación tremenda que nadie se preocupe por
uno; un sentimiento terriblemente doloroso. Pero aunque la gente nos abandone,
el amor y la presencia de Dios están asegurados. Él promete que nunca nos
dejará (Deuteronomio 31:8), que estará con nosotros dondequiera que vayamos,
«todos los días, hasta el fin del mundo» (Mateo 28:20).
El Señor nunca dejará de cumplir lo que
les prometió a sus hijos. Aunque los demás nos hayan abandonado, podemos
confiar en su promesa de que nada «nos separará del amor de Cristo» (Romanos
8:35-39).