Hemán miraba atrás y recordaba su mala salud
y sus desgracias. Observaba a su alrededor y veía adversidades y abandono.
Levantaba la vista y no hallaba solaz. «Estoy afligido», se lamentó (v. 7,15).
Estaba «abandonado» (v. 5), «en tinieblas» (v. 6) y desechado (v. 14). No podía
ver ninguna luz al final del túnel; ninguna solución para su tristeza.
La honestidad de Hemán me reconforta. Los
creyentes que nunca tienen luchas me desconciertan. Desde luego, hay un
equilibrio: Nadie quiere estar cerca de aquellos que están siempre quejándose
de sus problemas, pero a mi corazón le hace bien saber que hay alguien más que
ha tenido luchas.
No obstante, Hemán tenía otras virtudes
además de su franqueza. También poseía una fe tenaz e inamovible. A pesar de
sus numerosas dificultades, se aferraba a Dios y clamaba a Él «día y noche»
(vv. 1, 9, 13). No dejaba de orar ni se rendía. Y aunque en ese momento no se
daba cuenta, reconocía la misericordia, la verdad y la justicia del Señor (vv.
11-12).
Me encantan las personas como Hemán, ya que
hacen que me aferre más a Dios y me recuerdan que no debo dejar de orar nunca.
La oración es la
tierra donde mejor crece la esperanza. (RBC)