Hace poco, miré la lista de quienes se habían graduado conmigo en el
seminario y descubrí que muchos de mis amigos ya habían muerto. Fue un
aleccionador recordatorio de la brevedad de la vida. Alrededor de los 70, años
más años menos, ya no estamos (Salmo 90:10). El poeta israelita tenía razón:
Aquí solamente somos forasteros y advenedizos (39:12).
La brevedad de la vida me hace pensar en nuestro «final»: la extensión
de nuestros días y la rapidez con que pasan (v. 4), un sentimiento que se hace
más real a medida que nos acercamos al final de nuestra vida. Este mundo no es
nuestro hogar; aquí somos extranjeros y peregrinos.
Sin embargo, no estamos solos en el viaje. Somos forasteros y
advenedizos con Dios (39:12), un concepto que torna esta travesía en algo menos
inquietante, menos atemorizante, menos preocupante. Atravesamos este mundo para
entrar en el próximo con un Padre amoroso que nos acompaña y nos guía
permanentemente. Aquí en la Tierra, somos extranjeros, pero nunca estamos solos
en el recorrido (73:23-24). Tenemos a Aquel que afirma: «Yo estoy con vosotros
todos los días» (Mateo 28:20).
Podemos perder de vista a padre, madre, cónyuge y amigos, pero siempre
sabemos que Dios está caminando a nuestro lado. Un antiguo adagio lo expresa de
este modo: «Ir bien acompañado hace que el camino parezca más fácil».