María era viuda y enfrentaba graves
problemas de salud. Entonces, su hija la invitó a mudarse al nuevo «apartamento
de la abuela», conectado con su casa. Aunque eso implicaría alejarse de sus
amigos creyentes y de su iglesia, María se regocijó por la provisión del Señor.
Sin embargo, a los seis meses, ese gozo
y contentamiento iniciales amenazaban con desaparecer cuando se sintió
tentada a quejarse por dentro y a dudar de si ese había sido el plan perfecto
de Dios.
En ese momento, leyó un escrito de
Carlos Spurgeon, el gran predicador del siglo xix: «El contentamiento es una de
las flores del cielo y debe ser cultivada. Pablo afirma: “he aprendido a
contentarme”, como si anteriormente no hubiese sabido cómo hacerlo».
María entendió que, si un apasionado
evangelista como Pablo, confinado en una prisión, abandonado por los amigos y
condenado a muerte pudo aprender a contentarse, ella también podría.
Dijo: «Me di cuenta de que, hasta que
aprendiera esta lección, debía disfrutar de los planes de Dios. Entonces, confesé
mis quejas al Señor y le pedí perdón. Poco después, una mujer recientemente
jubilada me pidió que fuera su compañera de oración, y otros ofrecieron
llevarme a la iglesia. Mis necesidades habían sido maravillosamente suplidas».